Sor Liduina Meneguzzi - Ángel de Caridad

«El mensaje que la Beata Liduina Meneguzzi aporta hoy a la Iglesia y al mundo es la esperanza de rescatar al hombre de su egoismo y de aberrantes formas de violencia Un amor que es una invitaciòn a la solidaridad y a la pràctica del bien, siguiendo el ejemplo de Jesùs que vino no para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por todos los hombres». (cfr. Decreto sobre la heroicidad de las Virtudes)

Elisa Ángela Meneguzzi, nace en Abano Terme, Padua, el 12 de septiembre de 1901. Pertenece a una familia de modestos campesinos, pero rica en honestidad y fe, valores que la niña asimila desde muy temprana edad; demuestra un vivo espíritu de oración; participa cada día en la misa, aun si tiene que caminar casi dos kilómetros diarios; frecuenta la catequesis y más tarde será catequista. Durante las noches reza con su familia y es feliz de poder hablar de Dios a sus hermanos.

A los 14 años, para ayudar económicamente a su familia, empieza a trabajar fuera de casa y lo hace como empleada doméstica de familias acomodadas y en hoteles de Abano, ciudad reconocida por sus tratamientos termales. Su carácter es dulce, siempre disponible y se hace amar y apreciar en cualquier lugar.

Deseosa de consagrar su vida a Dios, el 5 de marzo de 1926, ingresa en la Congregación de las Hermanas de san Francisco de Sales, en Padua. Allí realiza su entrega a Dios y difunde en torno a sí los tesoros de su gran corazón. Toma el nombre de sor María Liduina.

Realiza con amor su trabajo como encargada del cuidado de la ropa y la enfermería, es además sacristana; entre las jóvenes del colegio de Santa Cruz; estas ven en ella la amiga buena, capaz de ayudarlas en sus problemas con sus sabios consejos. Deja en todas ellas huellas de imborrable ternura, de valiente serenidad y de probada paciencia.

 

Un deseo secreto le acompaña: ir a la misión; a veces decía: “Oh, si pudiese ir al África”. En 1937 realiza el gran sueño, que desde siempre guarda en su corazón: irse a tierras de misión, llevar la fe y el amor de Cristo a muchos hermanos que no lo conocen. Las Superioras la envían como misionera a Etiopía, a la ciudad cosmopolita de Dire-Dawa, donde vive gente de diversas costumbres y religiones. La humilde hermana dedica con fervor toda su actividad misionera en ese mundo. No tiene gran cultura teológica pero sí una fuerte riqueza interior, alimentada por un profundo trato con Dios. Trabaja como enfermera en el Hospital Civil Parini que, una vez estallada la guerra, se habilita como hospital militar, donde llegan los soldados heridos. Sor Liduina es verdaderamente para ellos un «Ángel de caridad». Cuida los males físicos con ternura e incansable dedicación, mirando la imagen de Dios en cada hermano que sufre.

Su nombre se encuentra muy pronto en boca de todos: la buscan, la invocan como una bendición. La gente del lugar la llama «Hermana gudda» (grande). Aumentan los bombardeos en la ciudad y todos en el hospital piden ayuda con un solo grito: « ¡Socorro, hermana Liduina!»; ella, sin preocuparse del peligro, lleva los heridos al refugio y corre, inmediatamente, a socorrer a otros. Se inclina ante los moribundos para sugerirles el acto de contrición y con su inseparable botellita de agua bautiza a los niños en peligro de muerte.

Su entrega no conoce límites; ayuda con verdadero espíritu ecuménico a todos: italianos, africanos, blancos, negros, católicos, coptos, musulmanes y paganos. Le gusta hablar de la bondad de Dios Padre y del cielo preparado para todos sus hijos. Esto hace que la gente del lugar, casi todos musulmanes, quede fascinada y manifieste una gran simpatía por la religión católica.

Se le atribuye el apelativo de «llama ecuménica» porque ya antes del Concilio Vaticano II realiza uno de los aspectos más recomendados del ecumenismo. Los santos se anticipan a su tiempo: son como faros luminosos que señalan la dirección justa en la obscuridad más densa.

Mientras tanto, una enfermedad incurable mina su salud; acepta con paz y serenamente su situación; sufre y se consume cumpliendo con valor su preciosa obra de amor entre los enfermos. Se somete, por fin, a una delicada operación quirúrgica que parece superar, pero las cosas se complican y una parálisis intestinal, el 2 de diciembre de 1941, corta su vida.

Sor Liduina muere santamente, a los 40 años de edad, entregada completamente a la voluntad de Dios y ofreciendo su existencia por la paz del mundo. Un médico, presente allí, había afirmado: «Nunca he visto morir a alguien con tanta paz y serenidad».

Sus restos reposan en Casa Madre, Padua (Italia). El papa Juan Pablo II la proclama Beata, el 20 de octubre de 2002.